sábado, 4 de agosto de 2012

7. EL CERRO DE ANCHOVETAS

HISTORIAS DE UN SHUCUY
7. EL CERRO DE ANCHOVETAS
Los cuatro grandes y pequeños amigos de la infancia, Pozo, Toño, Kike y yo, nos reunimos para ver qué hacemos el sábado desde temprano. Kike, nos dice que podemos ir a Carquín, allá hay un cerro en donde hay pescado que se está secando al sol y está listo para comer. Si hablamos de comida, no hay mucho qué discutir. Así que acordamos partir de nuestras casas a las ocho de la mañana cuando nuestros padres se hayan ido a trabajar y porque el camino era lejos y teníamos que estar en casa antes de las seis de la tarde.
El camino a Carquín era el doble de distancia respecto al basural, al que íbamos con frecuencia. Era el lugar más lejano para nosotros y ahora teníamos que cruzar la hacienda Vilela, para acortar el largo camino hacia Carquín. No conocíamos Carquín, pero sabíamos que estaba al norte y en el encuentro del río Huaura y el mar.  Cruzamos muchas chacras, hasta que por fin a lo lejos vimos un cerro de un color diferente, era impresionante, ¡tanto pescado tendido al sol!
Ya era hora de almorzar y teníamos hambre, Kike, como siempre, vio una bodega y nos invitó la gaseosa y el chancay. ¿Cómo los pobres sabemos arreglarnos con poco dinero? Una gaseosa y un chancay para repartirse a medias entre Kike y Toño y otro igual para Pozo y yo. A la hora de pagar, le pedí a Kike el dinero para tenerlo por unos instantes en mi mano y darme el lujo de pagar la cuenta. Ese dinero, que no era posible tener en casa.
Eran la una de la tarde cuando por fin, llegamos a la falda del cerro, las gaviotas volaban en el cielo, pero no se acercaban a comer, parece que el olor las atraían, pero preferían el pescado fresco. Nos habían advertido que habían vigilantes y deberíamos tener cuidado.  No vimos a nadie. Acá, haré un alto al relato porque tenemos muchas anchovetas para comer.
Hace cincuenta años de aquella aventura y lo recuerdo tan bien porque fue un día en que pude comer hasta no poder… mis amigos también habían comido hasta saciar su hambre durante una hora. Habíamos llevado nuestras bolsas para llevar anchovetas secas a nuestras casas. Y ahora reflexiono sobre cómo la Providencia es buena con los pobres: llegamos cuando los vigilantes se habían ido a almorzar y retornaban a las tres de la tarde. ¡Vaya de la que nos salvamos!, imagínense caminar cuatro horas y llegar cansados y que los vigilantes nos asusten a balazos…
Para regresar, teníamos un problema, estábamos tan llenos que no podíamos caminar, necesitábamos reposar y lo hicimos bajo una planta de lúcuma. Allí estuvimos sentados contando cosas intrascendentes.  En grupo no teníamos miedo, pero sacando la cuenta por la caída del sol calculamos que ya eran las tres de la tarde y tendríamos que caminar más a prisa porque al atardecer, penaban en la hacienda Vilela y el Diablo nos podía llevar.
El miedo de niños nos hizo caminar más rápido que de costumbre y después de dos descansadas más llegamos al Pedregal, un lugar cercano a la casa y el miedo desapareció. Cuando me di cuenta, tenía los pies ampollados… el sol de la tarde me afectó los pies, porque era el único que caminaba descalzo. ¡La pobreza me debe… una nueva oportunidad para vivir dignamente! Y usted amigo lector ¿cuánto se esfuerza por mejorar la calidad de vida de sus hijos?

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