sábado, 4 de agosto de 2012

16. APRENDIENDO A NADAR

HISTORIAS DE UN SHUCUY
16.  APRENDIENDO A NADAR
Como todo  huachano que vive cerca al mar tenía que ser un gran nadador. En la playa de Huacho existen las piscinas: El Trampolín, San Pedrito y El Inca. Al momento de escribir este relato toco la cicatriz que tengo en la cabeza como un claro recuerdo de cómo aprendí a nadar.
Como todo niño de apariencia serrana era un buen observador de los niños, adolescentes y jóvenes que iban a las piscinas y los veía cómo se aventaban y nadaban como peces en el agua. Tenía seis años y acompañaba a mis hermanos Eusebio y Marcos, que no me querían llevar, pero atrás, a una cuadra de distancia los seguía y cuando ya estaban bajando las escaleras del malecón Roca, me esperaban y me unía a ellos. Me necesitaban para cuidar su ropa, en aquellos años no había vestuarios, ni personas que cuidaran las ropas de los bañistas.
Me encantaba ver cómo se aventaban a la piscina. Mis hermanos, serranos como yo, ya habían aprendió a nadar y cuando les preguntaba cómo se hace para nadar me decían: Como tú no sabes, trata de nadar como perrito, con las dos manos trata de jalar el agua hacia abajo, pero tienes que hacerlo dentro del agua; también tienes que patear con fuerza hacia abajo, las dos cosas tienes que hacer. Si puedes hacer esas dos cosas podrán nadar al estilo perrito.
Con esas indicaciones me iba a la laguna natural que se formaba con el desfogue de las aguas de la piscina. Allí intentaba practicar a pesar de que el agua solamente me llegaba a la cintura. Pero mi deseo de aprender era muy grande, jalaba el agua para adentro, pero me hundía. No podía mover los pies, porque me concentraba en el movimiento de las manos. Así pasaban los tres meses de vacaciones. Tanto entrenamiento infructuoso, pero al menos sabía cómo hacerlo en caso de aventarme a la piscina.
Recuerdo que un niño de tres añitos nadaba muy bien en la piscina, su papá le acompañaba. Esa piscina que me daba miedo porque era hondo, medía un metro de profundidad. Yo medía un metro con veinte centímetros. Mis hermanos me habían prohibido aventarme a la piscina porque me podía ahogar y morir. Por eso me limitaba a observarlos.
Fue el último sábado de vacaciones cuando mis amigos Kike, Pozo y Toño me dicen para ir a la playa después de almuerzo.  Mis hermanos estaban vendiendo frutas en el mercado y no volverían hasta las seis. Era la una de la tarde de aquel día inolvidable. Era mi última oportunidad de aprender. Ellos me animaban durante el camino que era fácil. Kike me decía: Te avientas de cabeza y luego te paras con la punta de los pies. Ya parado no hay problema, puedes caminar despacio hasta el lado más cercano de la piscina para que te agarres. Pozo me decía: Nosotros te vamos a salvar en caso que no puedas pararte de pie. No tengas miedo. Hoy vas a aprender a aventarte y nadar en la piscina como nosotros.
Con estas palabras alentadoras, me sentía con la suficiente valentía para aventarme a la piscina y demostrar a mis amigos que sí podía nadar. Recuerdo que todavía no llegaban los bañistas, era muy temprano. La gente llegaba después de las dos de la tarde. Cómo habrán sido mis deseos de aprender, porque ni bien llegamos a San Pedrito, me quité mi polo y mi pantalón, me acerqué a la orilla de la piscina y me aventé sin miedo. Me aventé de cabeza y cuando salí a la superficie me puse a nadar como perrito, ¡sí, sí me salía! ya estaba nadando… De pronto Kike grita: ¡Está saliendo sangre de tu cabeza!, ¡sal de la piscina para ver que te ha pasado! Me asusté y salí rápidamente y la sangre seguía saliendo.
Pozo y Kike se asustaron. Doblaron mi polo y me lo pusieron en la cabeza, ¡aprieta fuerte para que no salga sangre! y me dijeron ¡vamos al hospital El Carmen para que te curen!
En el camino, recordaba mi proeza de haberme aventado y podido nadar. No recordaba que me había golpeado en el fondo de la piscina. Cuando llegamos al hospital me pusieron cinco puntos. Me hice el valiente para no llorar cuando me hincaban con la aguja. Para ir a mi casa, tenía miedo, porque no había pedido permiso y mi mamá me castigaría por llegar con un parche en la cabeza.
Mis amigos, mis abogados, estando cerca de mi casa se adelantaron para contar a mi madre lo que había pasado. Cuando llegué y vi a mi mamá la abracé y me puse a llorar y le pedía que no me castigue. Mi madre, movió su cabeza y me dijo: ¿Cómo voy a pegar a mi hijo pequeño que ha aprendido a nadar como un verdadero costeño? En la noche mi padre al enterarse dijo: ¡Otra vez no salgas de la casa sin permiso! ¡Ya vez lo que te ha pasado! En mi imaginación me veía nadando como un pez en el agua… Pero, tenía que esperar el próximo verano porque el lunes empezaban las clases... Y usted amigo lector ¿se interesa en enseñarles a sus hijos algún deporte que les gusta y dispone de su tiempo para ellos?

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