sábado, 4 de agosto de 2012

5. LA FIEBRE INTESTINAL

HISTORIAS DE UN SHUCUY
5. LA FIEBRE INTESTINAL
Del serranito bien alimentado, gordito, chaposo y pelo rebelde ya no quedaba nada. No extrañaba la escuela porque mis amigos iban a visitarme, tal vez porque sabían que en esa semana iba morir. De esas cosas de Dios, no sabía nada, pero mi padre cantaba sus huaynos acompañado de su guitarra para hacerme alegrar, recuerdo las canciones de Pastorita Huaracina entonadas por mi padre, que me remontaban a Chahuapampa en donde pasé muchos días felices en compañía de mi abuelita Tomasa.
Nunca tuve tantos juguetes y cosas de alto valor para los niños pobres como yo. Tenía bolitas de chururo, cachaquitos, películas, doce bolitas de cristal, tres lecherongas, cajitas de fósforos para las “chelis” que así llamábamos a las películas, boleros de latas de Nescafé, un rollo de hilo pavilo para mi cometa, que todavía no tenía.
Con tantas cosas, me acordé de mi abuela que me dijo: Felipe, cuando seas grande vas a ser ricachón, no vas a ser pobre. Creía ser rico, tenía cama en vez de pellejo de carnero, tenía radio, tenía las mejores bolitas de cristal del barrio… hasta perdí la cuenta de los lápices, colores, revistas, pero por seguridad, los tenía en el interior del cajón de embalaje que nosotros llamábamos cama.
¿Cómo será perder a un hijo?, la verdad, no lo sé, y ojalá Dios no me haga pasar por el dolor que experimentaban mi padres en esos días… En las mañanas mi padre tenía que ir a trabajar, mi madre me acompañaba un rato y luego me dejaba con mis amigos. Ellos me entretenían y me decían que me iba sanar más pronto, y me regalaban estampitas, figuritas, chapitas… creo que esas muestras de afecto me mantenían vivo y fortalecía mi lucha contra la enfermedad que en varias ocasiones aumentaba la fiebre y mi madre me pasaba un paño húmedo por la frente.
De pronto, un sábado por la tarde, cuando mi padre llegó con dos compañeros de su trabajo, me llevaron cargado a un auto que estaba estacionado en la entrada del callejón, me subieron rápidamente y escuché que mi padre decía, ¡rápido, a Cruz Blanca! Yo era un niño de siete años, tenía miedo de morir, pero confiaba en Dios y en mi padre. Me llevaba a curar al hospital.
No íbamos al hospital, mi padre dijo al chofer a la botica Cruz Blanca, allá hay un boticario que sabe curar la fiebre intestinal… Ahora que recuerdo los esfuerzos que hizo mi padre, por salvarme la vida, siento que lo quiero más. Buscaba información sobre algún médico entre sus paisanos y conocidos; le dijeron que el boticario de Cruz Blanca podía curarme. Sin perder tiempo, me llevó, aún cuando mi madre estaba resignada a perderme por voluntad de Dios.
Recuerdo que me pusieron dos inyecciones y emplasto en mi barriga, me abrigaron con una frazada y me regresaron a casa. Me quedé dormido como en un sueño… y cuando desperté era un nuevo día… no tenía fiebre ni me dolía el estómago, estaba hueso y pellejo, pero sano. Estuve esperando que mi madre prenda la radio para escuchar la música de mis padres, de mis abuelos, de mis raíces andinas, pero ellos ya sabían que me había sanado porque habían pasado la noche entera pendiente de mi reacción, y fue favorable.  Por fin, había vuelto a nacer. Y usted amigo lector ¿cuánto ama a sus hijos y lucha contra la adversidad para tenerlos sanos?

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