sábado, 4 de agosto de 2012

3. LAS BOLITAS DE CRISTAL

HISTORIAS DE UN SHUCUY
3. LAS BOLITAS DE CRISTAL
Cuando mis padres llegaron a Huacho, nos instalamos en una pequeña vivienda, que formaba parte de un callejón compuesto por nueve viviendas, carecía de agua y desagüe, pero nos parecía linda y grande, nunca habíamos vivido como una familia independiente, recuerdo que siempre estábamos en casa de algún pariente. Teníamos que acarrear agua desde tres cuadras, del domicilio del propietario de la casa. Le decíamos don Oswaldo, con mucho respeto.
En el terremoto de octubre de 1966, estaba terminando mi primaria y nos vimos obligados a cambiar de casa, porque el sismo había destruido todas las casas del callejón. La construcción era rústica y no soportó la furia de la naturaleza, de esa parte de mi vida tengo el siguiente recuerdo:
Mi padre había comprado una radio para escuchar las noticias de Radio El Sol y sobre todo los huaynos que le gustaban a mis padres y que empezaban a las cinco de la mañana. Todos los días prendíamos la radio, disputándonos entre Eusebio, Marcos y yo. Lógicamente, ellos nomás ganaban, porque eran los mayores. Aprendí a ganar en algunas ocasiones con el apoyo de mi madre, Teresa Jesús, ella me hacía prender la radio y ese día era el ganador.
Pero, por comer frutas del basural, al que íbamos una pandilla de muchachos del barrio, en busca de frutas y juguetes, me dio dolor de estómago. Debido a nuestra pobreza, intentaron curarme con yerbas y algunas pastillas que los vecinos, pobres igual que nosotros, decían que era bueno para el estómago. Pasé una semana en cama, no asistía a la escuela y seguía mal.
Entonces mi padre me llevó al Hospital El Carmen, por emergencia. Antes de la enfermedad, era un serranito bien alimentado, gordito, chaposo y pelo rebelde, como dijo el peluquero cuando me cortó el pelo para ir a la escuela en abril de ese año. En mi inocencia creía que tener el pelo rebelde era algo bueno, porque en el barrio tenía fama de trinchudo.
El doctor me revisa y le dice a mi padre que tengo fiebre intestinal grave y los intestinos ya estaban mal y que no podía hacer nada, peor aún mi padre no tenía dinero para pagar la consulta. Ese día vi llorar a mis padres, no sabían qué hacer. Ellos entendieron que su hijo estaba desahuciado, su chiquitín, su pequeño, su último hijo… yo también me puse a llorar.
Ese día mi padre me regaló la radio para mí solito, a pesar de mi fiebre me sentía feliz y otra cosa importante sucedió, me regalaron la cama de mi hermano Marcos.  No era gran cosa, porque era un cajón de embalaje de repuestos de carro que mi padre había traído de su trabajo para no dormir en el suelo. Mis hermanos tenían esa clase de cama y me faltaba a mí, doble alegría.
Pero, lo que fue sorprendente es que mi casa se abría para que mis amigos vayan a verme para no sentirme solo. Con tantas cosas buenas en un solo día, tenía que sanarme pronto, pero no podía luchar contra la fiebre. Así estuve durante una semana y veía mi cuerpo hueso y pellejo. De pronto sucedió algo que hasta ahora valoro de la amistad, mi amigo Pozo, el negrito del barrio, se desprendió de sus doce bolitas de cristal y me dijo: Felipe, te los regalo, pero por favor sánate pronto para jugar, yo te quiero, somos amigos. Nos abrazamos y lloramos en silencio… Creo que su afecto fue la mejor medicina que necesitaba mi alma. Y usted amigo lector ¿cuánto ama a sus hijos y se compromete por mejorar su calidad de vida?

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