domingo, 9 de septiembre de 2012

23. NADANDO HASTA LOS BARCOS

HISTORIAS DE UN SHUCUY
23. NADANDO HASTA LOS BARCOS
Vivir por el cementerio tenía la ventaja de estar cerca a la playa y los muchachos del barrio siempre hemos sido playeros. Aunque sea escapándonos íbamos a bañarnos a la playa. Había para todos los gustos: los que sabían nadar, los hacían en la piscina; los que no sabíamos nos íbamos a las lagunas de agua dulce que se formaban de los manantiales naturales que había en la playa.
Los más grandes se iban a bañar al mar y los expertos nadaban hasta los barcos, que se encontraban a más de tres kilómetros de la orilla para recibir gaseosas, chicles y galletas que daban los marineros a los bañistas que llegaban, alentados por algunos tripulantes del barco.
En muchas ocasiones, los más pequeños hemos visto cómo Roberto, Goyo, Calín, y Máximo se aventaban al mar y nadaban cruzando las olas hasta ir más allá en donde se veía la tranquilidad de las aguas y seguir nadando hasta llegar al enorme barco que se encontraba anclado frente a la playa en espera de los fardos de algodón que desde el puerto llevaban las lanchas de carga.
En una ocasión, mis hermanos, que ya eran grandes nadadores en la piscina y el mar se animaron acompañarlos, interesados por las gaseosas y golosinas que regalaban los marineros a los valientes nadadores que llegaban hasta las escalinatas del barco. No importaba que después, se tenga que caminar desde el puerto hasta el lugar de la playa por donde habían ingresado al mar, era más o menos dos kilómetros de caminata…
Los peligros del mar eran las malaguas que flotan en la superficie del mar, que pican y sacan ronchas en la piel, se tenía que evitarlos. El frío del mar produce calambre y el mar es profundo, no hay quien te socorra, el secreto era no dejar de nadar, seguir pataleando y braceando. Para reducir el cansancio había que hacer el muertito para descansar, pero todos tenían que ir juntos, acompañándose. Esas advertencias los habían escuchado muchas veces. Fue un éxito y una hazaña de mis hermanos, en la casa exhibíamos las cajitas de chicles, los envases de las gaseosas, con sus nombres en inglés…
Todas estas hazañas estaban en mi mente y cuando llegó el siguiente verano estaba decidido nadar hasta el barco, el estímulo era las gaseosas, galletas y chicles que regalaban los marineros. Ya era un gran nadador en la piscina y en el mar, ya había intentado pasar las olas y hacer el muertito en la tranquilidad de las aguas del mar más allá de las olas. Ya había visto las malaguas. Como buen serrano no sabía que era un calambre, eso les da a los costeños debiluchos, que se cansan rápido, el calambre no era para mí.
El más playero era Goyo, él era el que contagiaba a los muchachos para ir nadando hasta el barco. Se formó un grupo con mis hermanos y los más chicos acompañábamos porque cuidábamos la ropa y cuando regresaban caminando desde el puerto, nos invitaban un poco de gaseosa y nos regalaban los envases.
En ese verano ya tenía once años y cuando el grupo de muchachos se aventaron al mar y estaban cruzando las olas, los seguí, nadando un poco más rápido para alcanzarlos. Ya no había nada qué hacer. Mis hermanos tuvieron que aceptarme en el grupo, les dije que no tenía miedo y que podía nadar hasta el barco. Seguimos nadando en grupo, hasta que Goyo dijo, vamos a descansar un rato, hay que hacer el muertito. En ese rato él nos animaba y contaba algunos chistes para hacernos reír y tranquilizarnos. Luego, seguimos nadando y por fin, pude conocer de cerca la inmensidad de un barco. Llegamos a unas escalinatas y nos hicieron subir, los tripulantes y pasajeros nos aplaudían… Para mí fue una hazaña… ya era un nadador experto. No me tomé la gaseosa, lo tenía que llevar a mi madre como señal que había llegado al barco. De ser un auténtico nadador huachano.
Cuando llegamos a la casa, mis hermanos le dijeron a mi madre que yo también había ido hasta el barco y que no había tenido miedo. Me abracé a mi madre y le entregué la gaseosa en lata, y un chicle que había reservado para ella. Ese día fue mi consagración de huachano nadador.
Después de esa ocasión, alguna vez más participé en ese verano, la verdad es que sí tuve miedo y respeto al mar… pero, valía la intrepidez para llevarle una gaseosa y una cajita de chicle a mi madre Teresa Jesús… Nos sentíamos como gringos, tomando Coca Cola y masticando Chiclets Adams…. Y usted amigo lector ¿valora las expresiones de afecto de sus hijos para fortalecer la familia?

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